Calurosa mañana de Mayo en Granada. Corría el año 2005.
Las aulas de la Universidad no cuentan con aire acondicionado.
Tengo el recuerdo de una mezcla de temas de conversación con Manu. El ambiente pesado, se hace aún más sofocante debido a la falta de entusiasmo de nuestra profesora de Derecho Contencioso-Administrativo. Pero ciertamente, el tema de su clase solo sería inspiración divina para el más aburrido de los profetas.
Tapas al salir de clase. Planes para el fín de semana. Y entre todo ello, Manu me comentó que había recibido una beca para estudiar en el extranjero. Aquello era algo, desde mi punto de vista, solo al alcance de unos pocos. Mis conocimientos de otros idiomas siempre predominaron por sus ausencia desde mi más temprana adolescencia, a pesar del ímpetu de mis padres por fomentar tales dotes.
Manu se iba a Bélgica. Más concretamente a Lieja. Allí trataría de mejorar sus habilidades lingüísticas de inglés y francés, conocer a gente de todas partes del mundo y viajar lo máximo por Europa. En aquel momento y sin saber porqué, comenzé a sentir una gran admiración por mi amigo.
Solamente una frase le sirvió para que mi subconsciente lo situara en un escalón superior a mí. Personalmente, no suelo admirar a las personas por atributos como la capacidad económica, status social o fama. Es el hecho de vivir el mayor número de experiencias posibles lo que lleva al ser humano al prosperar de sus valores.
El comienzo de mi viaje no fuese propiamente mío, sino el préstamo de un buen amigo.
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